Homilía del 28 de septiembre: La indiferencia y la decencia cristiana


Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Hoy, un domingo más, nos reunimos en torno a la mesa del Señor, y la Palabra de Dios vuelve a sacudirnos con fuerza.

No viene a condenarnos, sino a despertarnos. No nos habla para hacernos sentir culpables, sino para abrirnos los ojos y el corazón ante los peligros que amenazan nuestra fe y nuestra humanidad.

En este domingo 26 del tiempo ordinario, la liturgia de la palabra nos invita a poner la mirada en dos cosas muy importantes: ver y ocuparnos en las necesidades de nuestros hermanos que están en desgracia y dar en ello un gran testimonio de fe que nos haga inquebrantables.




Tanto en la primera lectura del profeta Amós como en el evangelio de Lucas se nos invita a ser profundamente sensibles a las desgracias de nuestros hermanos.

El gran peligro de nuestros tiempos —como también lo fue en tiempos bíblicos— es el egoísmo. No es la riqueza en sí misma ni la pobreza la que Dios bendice o condena. La Sagrada Escritura nunca demoniza el dinero. De hecho, Abraham, que es nuestro padre en la fe, fue un hombre muy rico, y sin embargo amigo de Dios. El problema, nos recuerda San Agustín, no está en los bienes, sino en el corazón.

San Agustín enseña que no se castiga el tener dinero, sino el cerrar el corazón al hermano que no lo tiene. Lo que Dios condena es la crueldad, la impiedad, la soberbia, el orgullo y la falta de fe. Nuestra vida es mucho más que lo que vemos o poseemos. Y lo que hacemos o dejamos de hacer con nuestros hermanos será tenido en cuenta en la eternidad. Con esta luz podemos entrar a la Palabra de hoy. 



1. La voz profética de Amós

La primera lectura nos trae al profeta Amós, un hombre que no provenía de ambientes de poder ni de la élite religiosa. Era pastor y cultivador de higos. Pero Dios lo escogió para denunciar con fuerza el pecado de la indiferencia y de la injusticia.

Amós describe a los que vivían recostados en camas de marfil, rodeados de lujos, música y banquetes, mientras el pueblo sufría. Su denuncia es clara: no se puede vivir tranquilos cuando el hermano sufre. No es normal —y no debe parecernos normal— que mientras unos pocos derrochan, miles carezcan de lo más necesario.

Amós no tiene miedo de llamar las cosas por su nombre: el egoísmo es un pecado contra la humanidad misma. Porque la creación entera está construida sobre la ayuda mutua: todo está conectado, todos necesitamos de todos.

Y hermanos, ¿no es esta la misma situación de nuestro tiempo?

Unos pocos disfrutan de lujos y excesos.

Mientras tanto, hay familias enteras que esperan horas en hospitales, que carecen de medicinas, que viven hacinadas, que no saben qué dar de comer a sus hijos.

Hay jóvenes cuyos sueños se apagan por falta de oportunidades, y ancianos que mueren en soledad.

Amós nos recuerda que el silencio y la indiferencia son graves pecados. Dios escucha siempre el clamor de los pobres y no tolera la dureza de corazón.




2. El Evangelio del rico y Lázaro

Jesús, en el Evangelio, lleva esta denuncia al centro de nuestra vida con la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro.

El rico vivía en la abundancia: vestidos de púrpura, banquetes diarios, lujos sin fin. A la puerta de su casa yacía un hombre pobre, enfermo, cubierto de llagas, que ansiaba comer, aunque fuera las sobras de su mesa. El rico no lo maltrataba, pero tampoco lo ayudaba. Y eso fue suficiente para condenarlo.

San Agustín lo explica muy bien: el rico no fue castigado por tener riquezas, sino por no abrir su corazón al necesitado. Su pecado fue la indiferencia, la falta de compasión, la ceguera espiritual. Fue incapaz de ver a Lázaro como hermano.

La parábola nos muestra que los abismos más difíciles de salvar no son los de la naturaleza, sino los que nosotros mismos levantamos en el corazón. El abismo entre ricos y pobres, entre poderosos y olvidados, entre satisfechos e invisibles.

Jesús nos llama hoy a superar esos abismos y a construir comunidades abiertas, solidarias, capaces de compartir y de acoger. No hay duda: Jesús acoge a todos, sin excepción, a su mesa. Cualquier exclusión, rechazo o indiferencia hacia los necesitados no es evangélica.

La verdadera medida de nuestra relación con Dios no es cuántas oraciones recitamos, sino cuánto nos acercamos al hermano que necesita de nosotros. Como decía San Agustín: “El grado de acercamiento a Dios es el grado de cercanía al otro”.

3. Una lección sencilla

Permítanme compartirles una historia que ilumina esta parábola.

En una escuela de enfermería, un profesor incluyó en un examen una última pregunta sorprendente: “¿Cuál es el nombre de la señora que limpia la escuela?”

Los estudiantes se quedaron desconcertados. La mayoría no sabía qué responder. Una alumna recordó haberla visto muchas veces, pero nunca se había interesado en su nombre.

El profesor explicó: “En su vida encontrarán a muchas personas. Todas son importantes. Todas merecen su atención. Hasta un simple saludo puede marcar la diferencia. ”El nombre de la señora era Dorotea.

Hermanos, cuántos “Doroteas” y “Lázaros” pasan frente a nosotros cada día, invisibles, ignorados. La indiferencia es no verlos, no valorarlos, no reconocer que son imagen de Dios.

4. La indiferencia: enfermedad del corazón

La indiferencia es una enfermedad peligrosa porque:

Nos encierra en la burbuja de nuestro bienestar.

Nos vuelve incapaces de compadecernos.

Nos acostumbra a ver tragedias como simples noticias.



El Papa Francisco lo llama “la globalización de la indiferencia”. Es cuando nos habituamos a mirar hacia otro lado. Dice el Papa: “Ya no lloramos ante el sufrimiento de los demás, hemos perdido la capacidad de compadecer.”

El pobre Lázaro hoy tiene muchos rostros: el migrante que llega buscando pan, el enfermo sin atención digna, el niño sin escuela, la familia sin techo. La pregunta es: ¿los vemos o pasamos de largo?

El rico epulón estaba muerto por dentro antes de morir físicamente. Y esa es la peor condena: vivir anestesiados, insensibles, indiferentes.

5. Corrupción: fruto de la indiferencia

El Evangelio también nos conecta con otro gran mal de nuestro tiempo: la corrupción. Jesús dice: “El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel” (Lc 16,10).

La corrupción no empieza con grandes escándalos, sino en lo pequeño: en una mentira, en un favor indebido, en aprovecharse de alguien, en un atajo fácil.

Y lo peor es que la corrupción crece con la complicidad silenciosa de los que callan y se acostumbran. Pero esa complicidad destruye la confianza, divide al pueblo y mata la esperanza. El gran antídoto contra la corrupción no son los héroes, sino la decencia cotidiana.

6. La decencia cristiana

Ser decente es un modo de vivir el Evangelio.

Ser decente es pagar lo justo, aunque nadie lo exija.

Ser decente es no robar tiempo en el trabajo.

Ser decente es no aprovecharse de la necesidad ajena.

Ser decente es no vender la conciencia por un favor.

La corrupción degrada, pero la decencia dignifica. La corrupción destruye, pero la decencia construye. La corrupción divide, pero la decencia une.


Queridos hermanos, el mundo necesita más hombres y mujeres decentes que héroes espectaculares.

La Palabra de hoy nos invita a tres actitudes:

1.     Abrir los ojos y el corazón. No seamos como el rico epulón, ciegos ante el sufrimiento de los demás.

2.     Ser solidarios y compasivos. El pobre Lázaro está en nuestra puerta: en los migrantes, en los enfermos, en los olvidados. Jesús se identifica con ellos.

3.     A vivir la decencia cotidiana. No esperemos ocasiones heroicas. La santidad está en ser fieles en lo pequeño y en rechazar toda corrupción e indiferencia.

Sólo con un corazón de hermanos podremos logar una mesa para todos, una mesa de fraternidad. Nadie puede desconocer al hermano que clama de hambre y de dolor. No podemos vivir en la indiferencia argumentando que nuestra mesa también tiene carencias. Desconocer al hermano necesitado es desconocer a Jesús.


*Jornada Mundial del Turismo*

Hoy también recordamos la Jornada Mundial del Turismo. En un país como Panamá, esta realidad no es solo económica, sino también cultural, humana y espiritual.

El turismo puede ser un camino de encuentro, fraternidad y paz entre los pueblos. Pero también corre el riesgo de convertirse en simple negocio si se olvida la dignidad de las personas. Por eso, como cristianos, estamos llamados a acompañar pastoralmente esta realidad, promoviendo siempre la hospitalidad, la justicia y el respeto a nuestra casa común.

Que nunca falte en Panamá un turismo humano, responsable y solidario, que genere oportunidades para todos y que sea signo de encuentro entre culturas y pueblos.

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